¿Alguna vez has tenido la típica tarde de domingo en que lo único que te apetece es ver una película del todo insustancial y facilona mientras te atiborras de palomitas o, qué te digo yo, dónuts de chocolate? Yo sí, lo confieso, y tú también, admítelo, más de una vez, y más de dos. No hace mucho tuve una de esas tardes y decidí darme un homenaje con la que creí que sería una candidata perfecta: ¿Qué le pasa a los hombres?, con Ben Affleck, Jennifer Aniston, Drew Barrymore, Bradley Cooper y Scarlett Johansson, entre otros. El título prometía comedia ligera y el reparto –sobre todo la Johansson– me hizo pensar que, dentro de la previsible ligereza de la peli, tal vez se pudiese rascar algo interesante.
ALERTA: SPOILERS.
Comienza la película –la clásica comedia de historias que se entrecruzan– y mi holgazán espíritu dominguero se llena de ilusión cuando descubro que uno de los personajes, Anna (justamente el interpretado por Scarlett Johansson), es instructora de yoga. Siempre es una grata sorpresa comprobar cómo esta disciplina gana visibilidad en la gran pantalla. A todos nos gusta tener referentes, sentirnos identificados, blablablá. Pero las alarmas no tardan en saltar cuando en una clase de yoga puede verse a una de las alumnas en perro boca abajo pendiente del móvil porque espera que su último rollete le dé señales de vida. Mal presagio, pienso. Luego resulta que Anna, la profe, conoce por casualidad a Ben (Bradley Cooper) en un supermercado, sí, en uno de esos supermercados donde todos los estadounidenses tropiezan, dejan caer sus bolsas y se enamoran. El problema es que Ben está casado y se esfuerza por tener una relación monógama y tal, pero se ve que le cuesta porque un día decide presentarse a las bravas en la clase de Anna y no precisamente para relajarse, ganar flexibilidad o descubrir las bondades del yoga. Por supuesto, al final hay tomate entre la Johannson y el Cooper pero la mujer de este último se entera y la cosa termina como el rosario de la aurora. Anna sale muy mal parada de todo este culebrón y al final gana el premio a la más loser del entramado de historias cruzadas: una mujer con demasiados pajaritos en la cabeza que decide irse a la India a un retiro de yoga en busca de claridad y autoconocimiento, aunque en el fondo lo que de verdad necesita es un matrimonio como-dios-manda-hombre-ya. Con respecto al resto de los personajes que pululan por la peli, simplemente diré que conforman una exhibición de topicazos a ratos misóginos, a ratos lamentables.
Vale, me lo tenía merecido. Mea culpa. ¿No quería frivolidad? Pues ahí tuve dos tazas. La cosa es que después me puse a repasar mentalmente las series y películas del circuito comercial estadounidense donde aparecía retratado el yoga y caí en la cuenta de que este no salía muy bien parado. Rara vez se le representa como una disciplina seria o transformadora (de la dimensión espiritual ya ni te cuento), más bien suele figurar como el frívolo pasatiempo de mujeres aburguesadas que están aburridas de sus maridos o –desde el punto de vista masculino heterosexual– como el contexto perfecto donde ligarse a una tía buena con mallas.
No sé cuál será tu experiencia con el yoga, pero la mía desde luego no se parece en nada a la que se empeña en vendernos la industria cinematográfica de EE. UU. El cine, además de entretener, es una gran arma de cambio social. Y aquí, entre tú y yo, igual estaría bien que empezase a reflejar otros yogas algo más… auténticos. ¿No?
Texto de Francisco González
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